UNA BUENA IMAGEN
—¡Mira que estaba yo chulo el
día de esta foto! Sí, hijo, es que tenía que conquistar a aquella mujer, fuese
como fuese. Me estaba quitando el sueño, no podía sacármela de la cabeza. Desde
que la vi por primera vez despachando pasteles supe que mi vida sin ella no
tendría sentido. Sí, cariño, tu bisabuela era pastelera, no podía ser de otra
manera…: tan tierna, tan dulce ella. Pues eso, como te decía, tenía que estar
bien guapo y dar buena imagen para que se fijase en mí, así que me fui al
barbero y después me bañé con el jabón de tocador de mi madre y también me
rocié un buen chorro de agua de lavanda. Di lustre a mis zapatos de domingo, me
puse el reloj de mi padre y saqué del cajón el mejor pañuelo que tenía, al que
también le rocié unas gotas de agua de lavanda porque, en aquel entonces, hijo,
todo caballero debía disponer de un pañuelo que ofrecer a una mujer que, por
cualquier circunstancia, lo precisase.
»Salí
a la calle hecho un pincel. El aire olía a primavera en abril —mezclado
con lavanda, claro, por mi exceso…—. La Rambla era un hervidero de gente.
El ambiente era muy festivo: se juntaban los paseantes de domingo con los que
iban a visitar las paradas de libros. Yo sabía que ella iba a estar por allí
porque, la tarde anterior, oí que se lo contaba a una clienta cuando entré a la
pastelería a comprarme media docena de melindros —no es que me pirrasen los
dulces, pero era mi excusa, ya sabes…—. Enseguida me di cuenta de que iba a
ser complicado localizarla entre aquel gentío, pero quiso ese día la suerte
estar de mi lado y, en la primera parada, la más grande, allí encontrarla.
Lucía preciosa, tan arreglada… La veía, por primera vez, sin el mandil ni la
cofia de la confitería: un ángel, me pareció.
»Disimulé
fingiendo que estaba cumpliendo con mi trabajo. Ella y su amiga cuchicheaban
mirándome y me ponían sonrisitas. Yo temblaba como un flan, parecía lelo
perdido; pero, en un alarde de valor, conseguí articular palabra y dirigirles
un ”¡Buenos días, señoritas!” antes de que quedasen inmortalizadas en esta
fotografía.
—Y
ese uniforme tan guay… ¿de qué trabajabas?
—¡No, hijo, no! ¡Si yo
era el fotógrafo!
Montserrat Pérez Martínez
Mayo 2020
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