Haces punzantes de luz cegadora aciertan a colarse por los agujeros de la cortina opaca. El estrepitoso sonido del carro de la limpieza se mezcla con el del carro de los desayunos. Acaloradas conversaciones —los pasillos de hospital poseen alguna extraña cualidad que los convierte en sede idónea para buscar resolución a los intrincados conflictos familiares—. Empresarios que, resignados al reposo forzoso, intentan mantener, telefónicamente, el día a día de sus negocios. De tanto en tanto, algún niño que corretea alegremente —felicidad—. Televisiones con tanto volumen como banalidad. Bromas entre el personal. Residentes que reciben lecciones magistrales. Estridentes timbres reclamando la presencia del personal de enfermería —que, en ocasiones, son, simplemente eso: un reclamo…—. Móviles con tonos de llamada imposibles. Mensajes por megafonía dirigidos a médicos “ilocalizables”. Quejidos, lloros y lamentos desesperados. Cansinas y repetitivas frases de ánimo de los visitantes al despedirse —¡adiós a todos!—.
Tibia luz de luna atraviesa el ventanal. En algún lugar, los carros han quedado aparcados. Los acompañantes, silentes ahora por ese inexplicable cansancio que provocan los hospitales, se refugian en las habitaciones. Los enmudecidos móviles, convertidos en un apéndice de la pared, absorben
energía para, a primera hora de la mañana, enviar el parte actualizado. Los médicos disfrutan de un descanso reparador en sus hogares. El reducido personal de enfermería realiza sus actividades esforzándose, en lo posible, por no alterar el descanso nocturno. Ya, únicamente suenan algunos timbres de habitaciones que han sido pulsados responsablemente —¡gracias!—. El sopor y, seguramente, altas dosis de calmantes y somníferos han obsequiado con la paz del sueño a los más afligidos.
Estrellas en el cielo. Los ojos se cierran. Aparecen los sueños.
Relato escrito por Montserrat Pérez
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