Se vende
—¿Qué estás haciendo, mamá…? —pregunta Natalia con voz grave sentándose junto a ella en la cama.
—Lo que debí hacer hace muchos años: ¡olvidarlo! —responde contundente.
Maribel ha vaciado sobre la cama el contenido de la antigua caja metálica que en su día fue diseñada para albergar bolsas de té. Montones de fotografías antiguas; cartas que amarillean; postales de Alemania; posavasos y facturas de lugares visitados antaño; una bolsita con pétalos secos y un sinfín de reliquias que, sin duda, poseen la única función de remover recuerdos, están esparcidas sobre el edredón.
Maribel, tijera en mano, se dedica a convertirlo todo en diminutos pedazos que tira a la bolsa de basura que se ha colocado en el regazo.
Natalia siente alivio al procesar lo que está viendo. Pese a la dureza de la escena, se alegra. Desea que su madre salga ya de esa vida que ya no tiene, de ese recuerdo que la ha estancado en los años, que la ha mantenido hundida y la ha colapsado sin dejarla avanzar. Quiere verla, ya, como era ella: segura, alegre, feliz. El arrojo y la decisión con el que se está desembarazando del contenido de esa caja, que también es parte del contenido de su alma, demuestran que quiere salir de ese pozo, que desea superarlo, que ya no más.
Maribel se detiene contemplando la foto que acaba de coger. Su rostro se ensombrece, suelta la tijera.
—Mira… Estaba tan guapo… En la puerta del cine, con su moto… Ahí me pidió que nos casáramos. —Un ligero temblor en los labios augura el inminente llanto.
—Dame eso mamá. —Arrancándole la imagen de las manos y apropiándose de la tijera.
—No, esa no, hija. No la rompas —suplica.
—Sí, mamá, sí. Cualquier cosa suya que te haga llorar no vale la pena conservarla.
—Pero… Pasamos tantos buenos momentos… Aquellos trayectos… Fui tan feliz subida a esa moto; me sentía tan segura aferrada a la espalda de tu padre. Nada malo podía suceder, nada podía ir mal…
—Mamá, es la moto que hay en el garaje, ¿verdad? Esa moto que tanto quería… “mi chica”, la llamaba —y en su cabeza retumba la frase “Tus chicas somos nosotras” que tantas veces reprimió—. Te la dejó aquí porque no tenía dónde guardarla cuando se largó. Volvía, de tanto en tanto, a ponerla en marcha y ni siquiera subía a verte... —hace una pausa, baja el tono de voz y añade—, a verme.
—Ay, nena, lo sé, pero es que… Mi vida cambiaba cuando subía a esa moto: renacía. Respiraba, me sentía fuerte, capaz, invencible. Era como si aquella máquina de hierro fuese mágica, era…
—¡Basta de tonterías! ¡Se acabó! —interrumpe—. ¿Lo haces tú o lo hago yo? —Con rostro severo.
Ante el ultimátum, Maribel vuelve a coger la tijera, inspira aire, lo expulsa lentamente y con determinación da dos tijeretazos a la fotografía dejando caer los pedazos en la bolsa de basura.
—Y ahora, librémonos, también, de la maldita moto —resuelve Natalia con determinación. Saca el móvil del bolso y la pone a la venta.
Unos días después, cuando el apuesto comprador regresa, nuevamente, a recoger a su madre para ir al cine, Natalia piensa que quizás aquella moto sí tenga algo de mágica.
Relato escrito por Montserrat Pérez
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