Volver a danzar
Como cada mañana al despertarse, Eugenia Cobas repitió su
ritual. Era algo imperativo, más que desayunar y tomarse la medicación. Se
calzó sus zapatillas de punta y con una armoniosa danza, que ni sus años ni sus
achaques habían conseguido desmerecer, llegó hasta la alcoba situada al final
del pasillo de la enorme casa donde vivía. Un espacio convertido en santuario,
donde atesoraba todos los recuerdos de su carrera profesional. Un cubículo de
historia.
Antiguas fotografías en enmarcados recargados cubrían las
paredes de aquella habitación estancada en el tiempo. La bailarina fue
contemplándolas haciendo el ejercicio mental de recordar la fecha y el lugar
donde fueron tomadas. En una estantería se apilaban montones de álbumes que
contenían recortes de periódicos y revistas en los que aparecía en los
titulares ̶ estos eran la artillería
pesada que, a la mínima oportunidad que se le presentaba, mostraba a las visitas
para rememorar sus éxitos ̶ . Fue deslizando la mano por los tules, las muselinas,
las gasas y los organdíes que daban forma a los tutús que colgaban de las
barras de los percheros y, en cada caricia, cada uno de los tejidos la
trasladaba al escenario donde, antaño, danzaran acoplados a su espléndida
figura. Abrió un robusto armario repleto de cajas de cartón de finísimos
decorados y fue examinándolas hasta escoger la de su agrado: la que contenía
las zapatillas de punta que se calzaría a la mañana siguiente.
La bailarina se sentó en una antigua descalzadora y, con
delicados movimientos, se despojó de las zapatillas con las que había comenzado
la jornada, colocándolas, cuidadosamente, en su caja para devolverlas a su
lugar en el armario. Después, se dirigió a su dormitorio y, a los pies de la
cama, dejó preparadas las zapatillas elegidas para su próxima danza mañanera.
Se vistió con una cómodo y florido vestido y se calzó sus crocs color fucsia para
atender las labores del hogar. Arrinconaba así, a la que antaño fuese bailarina
principal del Royal Ballet de Londres.
Los días de gloria de la gran Eugenia Cobas habían quedado
en el pasado. La profesión de bailarina tiene una vida corta. Después siempre
queda la opción de la docencia, a la que Eugenia se dedicó con gran entusiasmo
en su prestigiosa escuela de danza formando a nuevos talentos. Pero los años
sueltan su pesada carga sobre huesos, músculos y tendones, y hacía ya una
década que se vio obligada a dejar su academia en otras manos. Ahora, aunque
tenía una asistenta, se dedicaba a algunos quehaceres, sobre todo a la cocina y
a la compra. Tenía a unode sus nietos en casa, el joven había preferido
trasladarse a vivir con ella antes que realizar, diariamente, el largo trayecto
que había de recorrer para ir a la universidad. A la anciana le suponía una
inmensa alegría tenerlo allí, se desvivía por complacerle y por tenerle sus
cosas a punto. Era un buen chico y se sentía orgullosa de él.
Eugenia llegaba al final del día agotada y solía dormir
plácidamente, pero, esa noche, unos ruidos la despertaron. Provenían del
interior de la casa. No eran habituales; no acertaba a identificarlos. Con
miedo, se asomó al pasillo. Una tenue luz se escapaba por la puerta entreabierta
de la habitación que ocupaba su nieto. Agudizó el oído, reconociendo así la condición
en la que se producían ese tipo de sonidos, y un ardor que ya tenía olvidado le
recorrió el cuerpo. Sigilosamente, llegó hasta la habitación.
Su preciado tutú color turquesa, que luciera en Giselle, se
agitaba rápidamente ̶
arriba y abajo, arriba y abajo ̶ sobre el vientre de su nieto en una grotesca
danza de movimientos convulsivos. Unos pechos turgentes y una abundante
cabellera rubia le seguían el compás. Suspiros y jadeos orquestaban la escena.
Dos cuerpos jóvenes, bellos, fundidos en uno y su tutú de por medio, arropando
el nexo de la unión.
-¡Mi tutú! ¡¡¡Mi tutú de Giselle!!! —rebufó enfurecida.
-¡Abuela!
-¡Serás pocavergüenza! –gritó sofocada.
-Lo siento, abuela… Es que… ¡Joder! Se lo probó y estaba tan
guapa que yo… pues… ¡que me puse burrucho! -se excusaba, avergonzado, el chico.
-Señora, perdone. Soy una gran admiradora suya… Yo también
soy bailarina… Sólo quería ver sus cosas… No debí ponérmelo… ̶ se mostraba perturbada la rubia
danzarina.
-¡Tú calla, pelandusca! Ya me hago una idea de lo que debes
bailar tú ̶
espetó Eugenia.
-¡Abuela! –recriminó el nieto.
-Tú también te callas y mañana ya te estás volviendo con tus
padres –respondió, resuelta, la anciana ̶ ¡Qué disgusto más grande…! ̶ se lamentaba poniéndose la mano en la frente—
¡Y ponte unos calzoncillos!
-Pero, pero… Que lo siento mucho, que no quiero que te
pongas así. Que te va a dar algo… –se preocupaba ahora el chico percibiendo que
su abuela empezaba a palidecer.
-Uy, qué mareo… ¡Válgame Dios! ¡Que me sueltes! –protestaba
Eugenia mientras sunieto la tumbaba sobre la cama.
Y, tendida sobre las húmedas sábanas, contemplando los
rostros afligidos de la pareja, Eugenia Cobas, bailarina de fama mundial, pero,
por encima de todo abuela, se agarró a su querido tutú y, soltando una sonora
carcajada, le dijo: «¡Y qué leches! ¡Ya era hora de que alguien te hiciese
danzar de nuevo!».
Relato escrito por Montserrat Pérez
Divertido final. Una crack Montserrat!
ResponEliminaEstic d'acord: el gir final és molt divertit
ResponElimina!Gracias Mónica y María! ;)
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