Danzad malditos, danzad
—¡Señoraaaa! Que es para hoy… —dijo de forma totalmente impertinente el chaval que estaba justo detrás de mí.
—“¡Сукин СъІН!” Tu serrr joven muy desconsiderrrado, tus padres no enseñarrrte suficiente educación —dije blandiendo mi bastón de forma amenazadora, al tiempo que le echaba mano al periódico que me había hecho perder la noción del lugar.— Tú herrrir sentimientos de pobre anciana, tú no darrr verrrgüenza... tú llevarrr comprrra coche como compensación, disculpa.
Toda la tienda se quedó mirándonos; el muchacho, avergonzado por su comportamiento, asintió con la cabeza y recogió mis bolsas una vez que terminó de pagar.
— No ha sido mi intención, señora —dijo el chaval cargando con los bultos.— ¿Dónde tiene el coche?
— Aquel, serrr rrrojo —dije señalando y renqueando me dirigí hacia mi coche.
Una vez que estuvo toda la compra guardada, una vez que me estuve sentada con el coche en marcha dispuesta a salir, bajé la ventanilla y, desde allí, le grité a pleno pulmón:
—¡Eh, mocoso! Ten un poco más de paciencia y educación con los mayores o la próxima vez que te vea hacer algo así te reviento la cabeza. ¡¿Estamos?! —Y sacando un dedo salí del aparcamiento a toda pastilla. Llegaba tarde a la clase de las 17:00, así que hasta que no llegué al aparcamiento no pude echarle un vistazo al periódico.
Me llamo Natascha Julenkova, tengo ochenta y cuatro años y llegados a esta edad he de reconocer que disfruto a lo grande tomando el pelo a la gente. Hace más de 20 años que llegué a Barcelona y hablo perfectamente tanto el castellano como el catalán pero a veces no puedo resistir la tentación de interpretar el papel de pobre anciana extranjera, sobre todo cuando me faltan al respeto. Esto que veis aquí no es un bastón para apoyarme, es para la danza. Si, parece obvio que llamándome Natascha y viniendo de Bielorrusia no os diga que soy bailarina, no lo voy a negar. Pues lo soy, bueno, lo fui hace ya un tiempo; ahora me gano la vida enseñando todo lo que aprendí. Tuve la gran suerte de pertenecer al Gran Ballet del Ejército Ruso de San Petersburgo. Llegué a ser una bailarina de renombre, no de las grandes, pero me ganaba bien la vida. Además, lo mejor era la libertad para viajar y más en aquellos tiempos en los que salir del país podía ser considerado como un acto de traición.
Pero volviendo al origen de mis problemas. Cogí el periódico para verlo con más calma. Si, allí estaba. Tan ufano, tan sonrisa “Profident”, tan pagado de sí mismo… Julian Gorbenko: mi amor prohibido, mi mayor enemigo. No me lo podía creer, allí estaba, en primera plana, recibiendo el reconocimiento al mérito por todo el trabajo realizado durante su trayectoria en el Ballet.
Había llegado a ser toda una estrella; primero como bailarín, luego como director de la compañía. Finalmente había hecho carrera en el mundo de la política y supongo que esta mención estaba más que financiada. Cuantos recuerdos… habíamos sido la pareja perfecta de bailarines, tan sincronizados; en un equilibrio casi perfecto entre amistad y confrontación. Ambos demasiado perfeccionistas, ninguno daba su brazo a torcer, generando así infinidad de ocasiones y motivos justificados para entrar en lo que yo llamaba “nuestra guerra fría”; en la que nos sumergíamos nada más terminar la discusión. No diré que fue su culpa exclusivamente, eso sería mentir y especialmente autoengañarme, pero fue uno de los causantes directos de mi desgracia. Después del accidente, ya no pude continuar al mismo nivel y la juventud, que viene arrasando, me apartó pronto de los escenarios. Y mientras él, cosechando éxitos. ¡Bastardo!
Salí del coche echando pestes y de la misma forma entré en la clase, donde ya se encontraban mis pequeñas bestiecillas esperando mi llegada; todos preparados con sus tutus, sus maillots y sus punteras.
—¡Comienza la clase! —grité al mismo tiempo que comenzaba a marcar el ritmo cadencioso con mi bastón.— ¡Danzad, malditos, danzad!
—“¡Сукин СъІН!” Tu serrr joven muy desconsiderrrado, tus padres no enseñarrrte suficiente educación —dije blandiendo mi bastón de forma amenazadora, al tiempo que le echaba mano al periódico que me había hecho perder la noción del lugar.— Tú herrrir sentimientos de pobre anciana, tú no darrr verrrgüenza... tú llevarrr comprrra coche como compensación, disculpa.
Toda la tienda se quedó mirándonos; el muchacho, avergonzado por su comportamiento, asintió con la cabeza y recogió mis bolsas una vez que terminó de pagar.
— No ha sido mi intención, señora —dijo el chaval cargando con los bultos.— ¿Dónde tiene el coche?
— Aquel, serrr rrrojo —dije señalando y renqueando me dirigí hacia mi coche.
Una vez que estuvo toda la compra guardada, una vez que me estuve sentada con el coche en marcha dispuesta a salir, bajé la ventanilla y, desde allí, le grité a pleno pulmón:
—¡Eh, mocoso! Ten un poco más de paciencia y educación con los mayores o la próxima vez que te vea hacer algo así te reviento la cabeza. ¡¿Estamos?! —Y sacando un dedo salí del aparcamiento a toda pastilla. Llegaba tarde a la clase de las 17:00, así que hasta que no llegué al aparcamiento no pude echarle un vistazo al periódico.
Me llamo Natascha Julenkova, tengo ochenta y cuatro años y llegados a esta edad he de reconocer que disfruto a lo grande tomando el pelo a la gente. Hace más de 20 años que llegué a Barcelona y hablo perfectamente tanto el castellano como el catalán pero a veces no puedo resistir la tentación de interpretar el papel de pobre anciana extranjera, sobre todo cuando me faltan al respeto. Esto que veis aquí no es un bastón para apoyarme, es para la danza. Si, parece obvio que llamándome Natascha y viniendo de Bielorrusia no os diga que soy bailarina, no lo voy a negar. Pues lo soy, bueno, lo fui hace ya un tiempo; ahora me gano la vida enseñando todo lo que aprendí. Tuve la gran suerte de pertenecer al Gran Ballet del Ejército Ruso de San Petersburgo. Llegué a ser una bailarina de renombre, no de las grandes, pero me ganaba bien la vida. Además, lo mejor era la libertad para viajar y más en aquellos tiempos en los que salir del país podía ser considerado como un acto de traición.
Pero volviendo al origen de mis problemas. Cogí el periódico para verlo con más calma. Si, allí estaba. Tan ufano, tan sonrisa “Profident”, tan pagado de sí mismo… Julian Gorbenko: mi amor prohibido, mi mayor enemigo. No me lo podía creer, allí estaba, en primera plana, recibiendo el reconocimiento al mérito por todo el trabajo realizado durante su trayectoria en el Ballet.
Había llegado a ser toda una estrella; primero como bailarín, luego como director de la compañía. Finalmente había hecho carrera en el mundo de la política y supongo que esta mención estaba más que financiada. Cuantos recuerdos… habíamos sido la pareja perfecta de bailarines, tan sincronizados; en un equilibrio casi perfecto entre amistad y confrontación. Ambos demasiado perfeccionistas, ninguno daba su brazo a torcer, generando así infinidad de ocasiones y motivos justificados para entrar en lo que yo llamaba “nuestra guerra fría”; en la que nos sumergíamos nada más terminar la discusión. No diré que fue su culpa exclusivamente, eso sería mentir y especialmente autoengañarme, pero fue uno de los causantes directos de mi desgracia. Después del accidente, ya no pude continuar al mismo nivel y la juventud, que viene arrasando, me apartó pronto de los escenarios. Y mientras él, cosechando éxitos. ¡Bastardo!
Salí del coche echando pestes y de la misma forma entré en la clase, donde ya se encontraban mis pequeñas bestiecillas esperando mi llegada; todos preparados con sus tutus, sus maillots y sus punteras.
—¡Comienza la clase! —grité al mismo tiempo que comenzaba a marcar el ritmo cadencioso con mi bastón.— ¡Danzad, malditos, danzad!
Relato escrito por Lola Sarrión Paterna
Un relat molt divertit i entrenyable. M'ha recordat l'escena del parking de Tomates verdes fritos. Molt bé, Lola
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