Sr. y Sra. Sanchez

Tuve un susto de muerte cuando la peluquera entró en el coche y me gritó: “¡Acelera!”. Ante la pantalla del ordenador, recuerdo hoy el origen de esa frase como si fuese ayer…

—¡Acelera! —Me ordenó con ese acento suyo que convertía las ces en eses y las zetas también, y lo que le diese la gana, porque con ella no había lugar para las normas lingüísticas —ni de ningún tipo, vaya; las normas las ponía ella—.

—¡Joder! ¡Qué susto! —renegué, mientras convencía a mi corazón para que no se saliese del pecho.

Solté la novela de Tom Clancy en la que estaba enfrascado y, claro está, cumplí sus órdenes. Cualquiera le llevaba la contraria, ¡menuda era!

—¿Qué pasa con tanta prisa? ¿Acaso te persiguen? —inquirí.

Ni siquiera contestó. Se limitó a arrugar los labios y lanzarme una mirada asesina “invitándome”, con un gesto brusco de mano, a que siguiese recto. Por supuesto, volví a obedecer.
Comencé a cavilar acerca de lo que le podía suceder, puesto que la mujer no era muy presta al diálogo, y acabé confirmándome lo que siempre había sospechado: Era una espía. Seguro. Toda su vida era una tapadera. Aparentemente, todo resultaba tan normal, tan rutinario, pero todo respondía a una estrategia bien orquestada, aquella existencia tan de ciudadana de a pie era la clave de su éxito.
La peluquería era una de sus piezas cruciales: podía cambiar de aspecto cada vez que se le antojase sin despertar sospechas, presumiendo, como cualquier mujer, de sus cambios de look.
Viajaba cada dos por tres con la excusa de ir a realizar algún cursillo de perfeccionamiento, o a arreglar a una novia de algún pueblo perdido que había contratado sus servicios por internet, o a comprar productos novedosos… La gente lo vería normal.
Otra pieza clave era su hogar: un reducido tercer piso en un bloque tipo colmena, situado en el barrio menos recomendado de la ciudad. Entre inmigración y delincuencia, los vecinos ya disponían de suficiente tema de entretenimiento y no se percatarían de sus actividades.
Y, cómo no, el marido: Paco. Por descontando también, un hombre humilde que consumía sus días entre el trabajo en la obra y los sencillos placeres cotidianos. O eso era lo que aparentaba porque, en la realidad, aquél matrimonio era una réplica —en versión cutre y a la española— de los Sres. Smith.
A mí no me engañaban…

Paré el coche. La dejé en el lugar al que sabía que quería ir. Envalentonado, me atreví a preguntar:

—¿Para cuándo la próxima misión?

—De verdad, de verdad… —me respondió con gesto avinagrado—. Anda, aparca y sube rápido a comer que tengo que volver a la peluquería.

Y antes de que cerrase la puerta del coche de un portazo, pude escucharla mascullar: “Este hijo mío cada día está más tonto”.
¡Bah, pero qué me importaba! Mi imaginación calenturienta de escritor ya me había dejado impreso en la mente mi próximo relato.

Montserrat Pérez Martínez.

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