Los límites
Gira la esquina. De un vistazo reconoce tres vehículos que ya han sobrepasado el límite de tiempo de estacionamiento permitido, entre ellos el de la mamá de la mochila que salió corriendo con un niño colgado de su cuello. Ese es fácil de controlar, su color rojo lo delata fácilmente; no suele haber tantos, además está aparcado al inicio de la calle, y eso lo convierte en un blanco aún más localizable.
A Emilio le gusta su trabajo y lo desempeña con suma eficacia.
Conforme va subiendo la calle, se detiene ante los automóviles que ha pillado en falta y, con determinación, saca el bolígrafo como si en cada parada se dispusiese a escribir su opera prima. Concentrado, rellena los impresos con los datos pertinentes y, con cierta inquina, los arranca del bloc para fijarlos, mediante el limpiaparabrisas, a la luneta de los vehículos infractores, dejando así constancia del flagrante delito perpetrado.
Llega hasta el coche rojo. A unos cien metros, reconoce a su conductora que se aproxima con paso ligero cargando el peso del niño que ahora lleva una pierna inmovilizada por una escayola, pero ya no llora. Apresurado, cumplimenta la papeleta, la prende al cristal y, haciendo oídos sordos a las llamadas de la mamá, gira hacia el lado contrario de la calle para proseguir con su ronda. «Hay que ser inflexible —piensa orgulloso, conocedor de la excelente reputación que posee gracias a su buen hacer en el trabajo.»
Esa noche, Emilio no consigue conciliar el sueño. Puede que sea por el sonido que provoca el repiquetear de la lluvia en la farola próxima a su ventana; o por el silbido que acompaña a la respiración de su esposa que duerme a su lado; o quizá sea por el rotundo silencio que deja el remordimiento al pasar por su cabeza.
A Emilio le gusta su trabajo y lo desempeña con suma eficacia.
Conforme va subiendo la calle, se detiene ante los automóviles que ha pillado en falta y, con determinación, saca el bolígrafo como si en cada parada se dispusiese a escribir su opera prima. Concentrado, rellena los impresos con los datos pertinentes y, con cierta inquina, los arranca del bloc para fijarlos, mediante el limpiaparabrisas, a la luneta de los vehículos infractores, dejando así constancia del flagrante delito perpetrado.
Llega hasta el coche rojo. A unos cien metros, reconoce a su conductora que se aproxima con paso ligero cargando el peso del niño que ahora lleva una pierna inmovilizada por una escayola, pero ya no llora. Apresurado, cumplimenta la papeleta, la prende al cristal y, haciendo oídos sordos a las llamadas de la mamá, gira hacia el lado contrario de la calle para proseguir con su ronda. «Hay que ser inflexible —piensa orgulloso, conocedor de la excelente reputación que posee gracias a su buen hacer en el trabajo.»
Esa noche, Emilio no consigue conciliar el sueño. Puede que sea por el sonido que provoca el repiquetear de la lluvia en la farola próxima a su ventana; o por el silbido que acompaña a la respiración de su esposa que duerme a su lado; o quizá sea por el rotundo silencio que deja el remordimiento al pasar por su cabeza.
Relato escrito por Montserrat Pérez
Molt bo, Montse.
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