LA PLAYA DE LA MEMORIA


Era la playa del agua siempre caliente, aunque dieses un respingo cuando te tocaba los pies; de las sombrillas de colores y los ingenieros sin título, expertos en su enclavado y en la medición de la intensidad y dirección del viento; de las fiambreras metálicas repletas de pollo con tomate que pringaba las manos y de tortilla de patatas siempre con cebolla, aunque no te enterases; de los castillos de arena sin saber que entonces sí eras princesa y de los castillos en el aire que soportaban vendavales; de las peleas con tu hermana como sucedáneo de los abrazos que no sabíamos darnos; del incombustible magnetofón a pilas que solo admitía las coplas del gran Farina; del «Mi madre es la mejor del mundo» y es que, en realidad, lo era; de las miradas al cielo buscando aquella avioneta que soltaba pelotas hinchables que nunca caían en la orilla, ¡y tú no sabías nadar!; de la algarabía formada por los transistores que retransmitían el eterno partido de fútbol; de las imposibles chanclas azules de goma que se desmontaban al andar; de corazones en la arena que se llevaban las olas y de corazones a bolígrafo imborrables en el tiempo; de mi padre puesto en jarras en la orilla, cual eficaz socorrista particular; de la previsible pregunta: «¿Sandía o melón?», y elegir melocotón; de los helados con palo para que tocase premio; del «Estoy muy cansada» y el «¿Estamos muy lejos?», al caer la tarde y regresar a casa. Era la playa de mi niñez.
De ella me quedó un rayo de sol que abrasa sin calentar y que va quemando esta fotografía; un sorbo de mar que se me escapa entre las manos, como lo está haciendo el tiempo; unos granos de sal que escuecen en los recuerdos y un puñado de arena en el que sigo escribiendo tu nombre.


Montserrat Pérez Martínez

Julio 2020








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